“Una democracia vibrante
es aquella que tiene la mayor capacidad de domesticar las amenazas y
no la que logra sobrevivir detrás de un cordón sanitario artificial”
Lawrence Whitehead, 2011
Vivimos años de apatía cultural, desafección política y consumo como medio de cohesión social. Una sociedad marcada por la asignación autoritaria de valores ha configurado una forma de organización política bajo una doctrina política que quiere dejar todo quieto, inmóvil, utilizando por décadas las ideas austriacas de la economía de mercado. En lo profundo de estas dinámicas está la teología política de un mundo regido y determinado por reglas divinas, envueltas en papel neoliberal, que ha coartado los procesos de adaptación y ajuste, que experimentan las sociedades políticas y las formas que le dan al Estado.
Complementario a esta teología política, las ideas racionales de un mundo exacto, estructurado, que plantea estadios de progreso de las sociedades, ha dado pie en el plano político – jurídico a formas y reglas del juego autooperativas, con fórmulas que bloquean toda posibilidad de modificar una cierta utopía de paz perpetua en la tierra. No se debe olvidar que las constituciones han pretendido ser ese “espíritu” de las sociedad políticas, sin olvidar que el Estado es una construcción político-jurídico de carácter transitorio, que busca la definición de principios, estructuras y funciones, que en una democracia son legitimadas por la ciudadanía a través de la posibilidad de ser actor y sujeto social.
En los estudios sobre el Estado en el ámbito de la Ciencia Política, se asume la heterogeneidad de modelos teóricos, de método e implementación de políticas. Considero que uno poco socializado y menos aplicado es un modelo que pretende la utilización de analogías biológicas, asumiendo procesos de adaptación, complementariedad y variedad requerida como conceptos claves. Una cierta posición de izquierda darwiniana como diría Peter Singer.
A mi entender hoy el principal problema de la actual constitución es su legitimidad democrática. No solo dentro de un discurso como nación, sino también como una imposición de un centro urbano principal al resto de los territorios. Si, Chile fue inventado en el Valle Central, pero estamos más que claros, que luego de la Guerra del Salitre, la colonización de la actual región de La Araucanía y provincias adyacentes, hoy es un Estado nación de lleno en la globalización, que ha implicado entre otras cosas, la vinculación comercial de los territorios, así como la recuperación de los imaginarios políticos subnacionales. Esto ha dado pié entre otros casos de estudios políticos, como son los movimientos en el norte y Patagonia, los dinámicas políticas reivindicativas de mapuches y mapuchelovers.
Se necesita un Estado multinivel. O sea, que la constitución consagre gobiernos. El gobierno nacional, los gobiernos regionales y gobiernos locales. Hoy tenemos una hipertrofia presidencialista y centralista, con un congreso que colegisla, con parlamentarios que extraen prevendas dado su posición, con un sistema judicial incapaz de impartir juicios justos, en virtud de los escasos recursos disponibles. En Chile hoy tenemos unos gobiernos regionales con un Intendente que mira hacia Santiago, un cuerpo de cores preocupados de sus parcelas, dado su escaso poder, y seremías y servicios públicos rigidizados por las lógicas de una burocracia amorfa, sin capacidad de autonomía decisional ni capacidad de definir sus recursos. Lamentablemente las señales del actual gobierno dan signos de la permanencia de la teología política decimonónica.
Más triste es la realidad local. Ni que pensar que fueron los cabildos los que dieron los primeros pasos de la descolonización ibérica, ni menos decir que las comunas han dado origen ha procesos de construcción del socialismo en la tierra. Solo se salvan las misiones católicas, que está más que claro porque se salvan. El modelo municipal como dice el profe Rehren es similar a la realidad nacional. Un cabeza, un cuerpo colegiado sin peso y una población que sirve como clientela. A esto se suma que se diseñaron para que quedaran solo como una caja pagadora de subsidios, con baja calificación profesional de sus funcionarios, básicamente con presupuestos operativos y que fueran los sepultureros de la educación y salud pública chilena.
Esto implica que la nueva constitución debe hacerse cargo de rediseñar su régimen y forma de gobierno. Por qué no un federalismo atenuado, con poderes locales fuertes que generen equilibrios instituciones. No soy un convencido del actual modelo de regiones. Chile debiera tener, tanto un gobierno central que planifique interna e internacionalmente el Estado, un segundo nivel compuesto por macrorregiones de planificación, las actuales regiones, áreas metropolitanas y provincias con dinámicas particulares, y un tercer nivel compuesto por municipios, asociaciones de municipios conurbados, municipio indígena y asociaciones de juntas de vecinos.
Un ejemplo. Con ocasión de la erupción del Volcán Villarrica se pudo observar la incapacidad institucional. El Volcán al igual que el Lago Calafquén dividen a la región de La Araucanía y Los Ríos, así como a las provincias de Cautín y Valdivia, y las comunas de Pucón y Panguipulli. A la hora de implementar planes de emergencia no hay una institucionalidad territorial que pueda decidir, terminando todo decidido desde el gobierno central. Hasta el día de hoy sigue cerrada la posibilidad de realizar las normales actividades turísticas, productivas y científicas cercanas el volcán.
No hay posibilidad real de endogeneizar la política, llevarla al cotidiano, si no contamos con las capacidades locales ni con una cultura política democrática, que implica devolver una serie de decisiones a la ciudadanía. Estado orgánico consagra la proximidad como la capacidad de resolver problemas por las propias comunidades locales y sociedades regionales que las viven.
No cabe duda que son varios los actores políticos y extrapolíticos que no desean estos cambios. Quizás por eso es una salida a la rigidez, que estos procesos sean una mixtura entre decisiones instituciones y ratificaciones ciudadanas vía plebiscito. Esto es, pensar con optimismo el rol que juegue el Congreso en proponer a la ciudadanía alternativas, y que luego se lleve a cabo un plebiscito. Esto permite delegarle al ciudadano dos decisiones, votar por parlamentarios con voto programático pro nueva constitución y luego votar en el plebiscito.