Diversos actores del debate constitucional en curso, han propuesto que la nueva Constitución sea mínima. Jorge Correa Sutil —un constitucionalista de filiación democratacristiana— sostiene que ella no puede convertirse en una suerte de triunfo ideológico de un sector político en contra de otro. Así como la del 80 —sostiene, Correa—, lo fue a favor de un liberalismo económico excesivo (que, para él, no es malo per se, pero sí en cuanto contenido en la Constitución), la nueva Carta no debe convertirse en una revancha de la izquierda, a favor de su contrario, o incluso de un Estado “social”.
Desde la derecha, este concepto de Constitución ha sido defendido por Evolución Política (Evópoli), influenciada por el planteamiento del constitucionalista José Francisco García. Pero ¿qué es una Constitución mínima? ¿Por qué sería una buena noticia la existencia de una Carta de este tipo para el país?
Ante todo, es interesante constatar que una Constitución mínima es, en realidad, una Constitución propiamente tal. En efecto, el constitucionalismo nacido de las revoluciones liberales de los siglos XVII, XVIII y XIX, lo que buscó fue limitar el poder del Estado en favor de las libertades individuales (de imprenta, de comercio, de arrestos inmotivados, de asociación, etc.). En otras palabras, y habiendo sido una respuesta frente al absolutismo —caracterizado por la concentración del poder en la sola figura del monarca—, dicho proceso apuntó a dispersar el poder hacia las personas.
En este sentido, una Constitución mínima es, en primer lugar, una Constitución liberal en el sentido institucional (y no partidista) del término. El problema es que a fines del siglo XIX y, sobre todo, durante el XX, se fue avanzando hacia un nuevo constitucionalismo, asignándoles mayores funciones a los gobiernos. Éstos dejaron de ser meramente “gendarmes” de las libertades individuales, y se convirtieron en agentes de bienestar material. Además, asumieron derechamente funciones de carácter empresarial. Cobra sentido la expresión que dice que, así como el XIX fue la centuria del liberalismo, el XX lo fue del socialismo.
Pero también una Constitución mínima es democrática. ¿En qué sentido? Siguiendo a José Francisco García, al menos en dos aspectos. El primero es que: “La Constitución no busca (ni debe) zanjar las controversias sociales fundamentales”. Esto significa que este documento debe surgir de consensos entre las fuerzas políticas, “y no de la aplicación irrestricta del principio democrático básico (la regla de la mayoría)”. No hay que olvidar que, tal como sostiene el politólogo italiano Giovanni Sartori, la democracia es el Gobierno de la mayoría, pero con respeto de las minorías, al punto que eliminar a las segundas supone “suprimir la soberanía del pueblo”.
Un elemento sustantivo de este aspecto es que la Constitución no debe establecer ideologías políticas particulares, incluyendo creencias religiosas. Precisamente, para evitar la existencia de una Constitución “completa”, los liberales chilenos del siglo XIX lucharon por la neutralidad del Estado en materia teológica, lo que se alcanzará de manera más plena con la Carta de 1925. Dicho en simple, la Constitución es democrática en términos de no dar cuenta de proyectos comprehensivos específicos (políticos, religiosos, etc.). Esto no significa, por cierto, que no establezca principios y derechos fundamentales del liberalismo clásico, pero aquí estamos en presencia de conquistas de civilización antes que de postulados partidistas. Y atentar contra ellos, supone retroceder en doscientos o trescientos años de historia.
Un segundo aspecto que plantea García es que “la Constitución no es un proyecto acabado o una etapa final”. Un elemento importante de esta dimensión, es que la redacción de una nueva Constitución (o de una reforma sustantiva) no debe ser mirada como “una oportunidad para el cambio radical”. Y si bien el constitucionalismo liberal fue revolucionario —porque, por ejemplo, dividió el poder estatal en respuesta a la concentración del mismo en el monarca—, mantuvo muchas instituciones anteriores, especialmente asociadas a la gestión de gobierno (monarcas, en el caso de monarquías constitucionales; presidentes, en repúblicas; municipios, en las ciudades; etc.).
Una Constitución no es un proyecto acabado, pues debe circunscribirse a contener las reglas del juego de la vida política, desde la cual —a través de múltiples herramientas, como leyes, políticas públicas y acciones de la sociedad civil—, el país se va construyendo. Una Constitución mínima, en los términos indicados, parte de la base que el movimiento histórico de un país no depende de un papel que, como tantas veces ha quedado demostrado en Latinoamérica, todo lo aguanta. Y, lamentablemente, a costa del sufrimiento de grandes mayorías, como de un modo emblemático ha resultado patente en el caso de la Venezuela chavista.
imagen @Américo Meira