Considerando que un proceso constituyente serio supone la expresión de visiones diversas, quisiera responder la columna de Máximo Quitral, quien se pronuncia a favor de la Asamblea Constituyente (AC) a partir de un gran mito que, desde hace un buen tiempo, viene dando vueltas en el debate constitucional que hoy enfrenta Chile: que la AC sería un mecanismo de democracia participativa, en que la ciudadanía intervendría activamente en la construcción de un nuevo orden constitucional.
Dice Quitral que la AC respondería “a las necesidades de una ciudadanía de alta intensidad”, agregando más adelante que “para dar forma a una Asamblea Constituyente en el marco de una democracia participativa y no representativa, implica —al menos— la apertura de un proceso de participación popular y diverso, donde se debatan y se discutan nuevas propuestas, y que estas ideas originen liderazgos individuales o colectivos claramente sancionados y con un alto grado de representatividad”.
Sin embargo, todos los modelos de AC comparados, así como los propuestos en Chile, contemplan una cantidad limitada de delegados constituyentes, generalmente doscientos. De esta manera, se estaría en presencia —al igual como sucede con el Congreso actual— de una democracia representativa y no participativa. La gran diferencia (la cuestión de fondo debatida en materia de procedimiento) es si deben o no incluirse a los llamados “incumbentes”, es decir, a los parlamentarios.
Dicho lo anterior, la principal pregunta a responder es cómo se eligen los delegados o representantes no incumbentes. Gabriel Salazar, un ferviente defensor de la AC y gran divulgador del mito de las asambleas como entidades participativas, rechaza de plano la acción de los partidos políticos y la existencia del voto individual. Sostiene que una AC nacional, encargada de elaborar una nueva Constitución, debería ser la culminación de un proceso iniciado “desde abajo”, es decir, a partir de asambleas locales, provinciales y regionales. Y no obstante que la mayoría de las propuestas planteadas en Chile no son tan radicales como la de Salazar, sí van en la línea de una “democracia” corporativa u orgánica, especialmente al rechazar la acción de los partidos y al limitar la incidencia del voto individual.
Por ejemplo, la propuesta del senador Alfonso de Urresti y del diputado Leonardo Soto (ambos militantes del Partido Socialista), establece que cincuenta delegados serán elegidos por la vía del sorteo de personas inscritas para el efecto, con exclusión de militantes de partidos políticos y prohibiendo el derecho a participar en elecciones populares. El resto de los delegados (110), aunque serán electos por voto individual, no podrán ser parlamentarios ni candidatos a elecciones populares. Y los cuarenta restantes se repartirán entre parlamentarios (sólo 20) y escaños reservados para pueblos indígenas (también 20). Además, se permite la formación de listas de organizaciones sociales en igualdad de condiciones que los partidos para llenar los ciento diez cargos elegidos.
Es evidente que las organizaciones sociales más movilizadas (de izquierda), serán las que inscribirán un mayor número de candidatos para el sorteo. Esto —que puede estimarse como parte de las reglas del juego, ya que otras organizaciones (de derecha) podrían hacer lo mismo—, cabe tenerse en cuenta como un elemento importante que apuntaría a hegemonizar la AC a favor de un determinado proyecto ideológico en contra de otro. Lo mismo cabe concluir con la facultad de las organizaciones sociales para la formación de listas de candidatos. De hecho, el mismo Quitral define la AC como un mecanismo orientado “a la construcción de un tipo de sociedad distinto al promovido desde la dictadura y continuado por la Concertación”.
Como la historia ha demostrado —siendo el fascismo italiano un caso extremo, pero iluminador—, el corporativismo siempre deviene en el hecho, más o menos sistémico, que una ideología de turno hegemoniza la vida política, limitando el pluralismo y la deliberación entre tendencias diversas. Esto es lo que ha ocurrido en todas las experiencias latinoamericanas recientes en materia de AC, salvo la de Colombia. Este caso —citado por Quitral como un ejemplo para Chile—, supuso un gran acuerdo nacional a partir de una profunda crisis política, en buena parte derivada de los terribles efectos del narcoterrorismo, que incluso llegó a asesinar a un candidato presidencial.
No se puede comparar la crisis colombiana de principios de la década de los 90 —cuando en Bogotá casi todos los días estallaban coches bombas— con la situación que actualmente vive Chile. Y aunque la comparación fuese válida, la AC planteada debería ser muy distinta a los modelos que, mayoritariamente, se vienen proponiendo en nuestro país, que no son ni participativos ni, menos aún, representativos, sino trajes a la medida de un sector político determinado en contra de otro.