La Presidenta Michelle Bachelet anunció el 13 de octubre pasado el inicio de un proceso constituyente. Este proceso, integrado por varias fases, comenzará con una etapa de educación cívica, que se extenderá hasta marzo del próximo año. La idea de esta primera etapa, según se infiere del discurso de la Presidenta, es que se les enseñe a los chilenos lo que es una Constitución.
El problema de lo anterior —además de que resulta imposible enseñar en pocos meses un tema de suyo complejo— es que sobre el concepto de Constitución no existe una única visión. Para un lego en la materia, puede resultar sorprendente enterarse que la comunidad científica de constitucionalistas “no ha sido capaz de coincidir en un concepto universalmente aceptado de Constitución”, y que esta tarea ha terminado por convertirse en algo imposible (Beca Frei, 2008: 330 – scielo).
Pero ¿qué es lo que nunca debería faltar en una Carta Fundamental? Para responder a esta pregunta, un buen camino puede ser recordar lo que las elites de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX entendieron por Constitución. Y hacer esto no con un afán puramente romántico, de volver a un pasado ya inexistente, sino porque se trata —en mi concepto— de ideales no superados, aún vigentes, y por los que vale la pena volver a luchar.
A este respecto, es interesante recordar que, en dicha época, así como ya existía la palabra liberal (asociada a la virtud de la generosidad), también existía la de constitución (con minúscula), vinculada a los estatutos internos de las corporaciones, entidades que representaban a parte y no a toda la sociedad, por ejemplo: estamentos, Iglesia, municipios, etc.
Pero lo que buscaban los constituyentes de hace más de doscientos años, no era tanto organizar, sino limitar el poder de los estados, especialmente de los monarcas o presidentes. Ya no bastaba, como lo había hecho el despotismo ilustrado (por ejemplo, Carlos III en España), con aumentar parcialmente la libertad de comercio. Era necesario que la libertad sea también de carácter político. Es decir, que los gobiernos y los individuos queden sometidos a las mismas leyes, que los primeros garanticen derechos fundamentales en favor de los segundos, y que el poder se encuentre “separado” en distintos órganos.
Pero, además, para que una Constitución sea algo, es necesario que sea mínima. Es decir, que se limite a establecer las reglas del juego básicas y que no se convierta en un trofeo ideológico de un sector político en contra de otro. Precisamente, para que la Carta Fundamental sea un “techo común” (Bachelet) es necesario establecer un rayado de cancha en que todos los sectores políticos puedan jugar con comodidad.
En cambio, una Constitución máxima —que regula una gran cantidad de detalles y que, efectivamente, representa un trofeo ideológico—, tiende a restarle espacio a la deliberación política que se da en el Congreso. Esto último, además, es muy importante para la estabilidad del sistema político, para prevenir futuras crisis institucionales, como la que en Chile culminó con el golpe militar de 1973. En dicha época, no sólo el sistema político, sino que el mismo Chile —la vida cotidiana—, dejó de ser un espacio en común.
Por último, ¿puede la ausencia de un concepto compartido de Constitución impedir de plano el debate constitucional que se viene? En buena medida, la respuesta a esta pregunta dependerá del mismo proceso constituyente. De partida, la educación cívica que pronto se iniciará debe contemplar las diversas visiones sobre lo que es una Constitución, y no sólo una de ellas. Al mismo tiempo, y en la medida que el proceso avance, resulta fundamental que los distintos sectores políticos tiren las cartas sobre la mesa, que expresen con claridad lo que entienden por Constitución. Desde visiones distintas, es perfectamente posible romper el hielo y alcanzar un acuerdo político que ayude a superar el problema constitucional que hoy enfrentamos como país.