Tribunal Constitucional: ¿es necesario eliminarlo?

Valentina Verbal

Historiadora

tribunal constitucional chile

«Entre mantenerlo como está y eliminarlo, hay un justo medio que evitaría que el Tribunal Constitucional chileno termine siendo parte de la crisis de confianza o representatividad que afecta fuertemente a las instituciones estatales en Chile»

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Artículo Nº 66 Artículo Nº 93 Artículo Nº 92

Una de las instituciones que ha estado en el centro de la polémica, en el marco del debate constituyente en Chile, ha sido el Tribunal Constitucional (TC). Recientemente, y con ocasión del inminente requerimiento de la oposición a propósito del proyecto de ley de aborto en tres causales, Alejandro Guillier —candidato presidencial de la Nueva Mayoría— señaló que, en caso de llegar al gobierno, reformulará el TC, ya que “pone en riesgo la institucionalidad” del país. Esta opinión se suma al lugar común —sostenido, especialmente, por Fernando Atria— según el cual el TC sería uno de los cerrojos autoritarios de la actual Constitución, ya que operaría como “tercera cámara”, atentando contra las mayorías legislativas.

¿Es necesaria la existencia de un Tribunal Constitucional? ¿Se trata, como se ha dicho, de una entidad autoritaria o antidemocrática?

Para responder a dichas preguntas, es necesario antes preguntarse para qué sirve una Constitución. Como explico en una columna anterior, el constitucionalismo moderno no surgió sólo para organizar el poder de los estados, sino sobre todo para limitarlo. Y no únicamente el poder ejercido por las autoridades ejecutivas (los monarcas absolutos en las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX), sino también el de los parlamentos.

¿Por qué se buscaba dicha limitación? Principalmente, porque se consideraba que la sociedad debía organizarse de abajo hacia arriba, es decir, a partir del principio de presunción de libertad. Por ejemplo, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 estableció que: “Todo lo que no está prohibido por la ley, no puede ser impedido y nadie puede ser obligando a hacer lo que ella no ordena”.

Para que lo anterior se haga carne —especialmente, en la estela de la revolución estadounidense—, se llegó a considerar que, antes que reconocer los referidos derechos en la Constitución, resulta fundamental limitar el campo de acción del poder legislativo. Alexander Hamilton (1757-1804) afirmaba que una Constitución estable en el tiempo debe no sólo asegurar la independencia de los tribunales de justicia, sino también darles la función de declarar nulos los actos contrarios a ella (ver El Federalista, N° 48). Se trata del judicial review, radicado en la Corte Suprema, y que más tarde en Occidente asumirán algunos tribunales especializados en materia constitucional.

Y, precisamente, en la línea de la tradición revolucionaria americana más bien que en la francesa —que devino en asambleísmo, especialmente, en la época jacobina— es que tantos autores liberales, sin negar el valor de la democracia, han encendido las alarmas sobre los límites que a ella debería imponérsele. Límites que justamente apuntan a proteger los derechos de libertad individual frente a la acción estatal, expresada no sólo en decretos discrecionales del ejecutivo, sino también —y, sobre todo— en normas emanadas del legislativo, que suelen tener más fuerza vinculante que los primeros.

Nada de lo anterior, sin embargo, hace descartable que el TC chileno pueda ser perfeccionado. Pero una cosa muy distinta es considerar que el control constitucional de las leyes es per se autoritario.

¿Qué modificaciones podrían considerarse?

Básicamente, en materia de nombramientos y de control preventivo forzoso de las leyes orgánicas constitucionales.

Sobre lo primero, hay que aclarar que, hasta antes del 2005, el TC estaba integrado por tres ministros de la Corte Suprema, dos abogados designados por el Consejo de Seguridad Nacional, un abogado designado por el Senado, y uno designado por el Presidente de la República. En cambio, a partir de dicha reforma quedó conformado por diez miembros: tres designados por el Presidente de la República, dos por el Senado (libremente), dos por el Senado (previa proposición de la Cámara) y tres por la Corte Suprema (ver el artículo 92). Se podría mejorar la forma de designación, evitando el cuoteo político (tan criticado por moros y cristianos), y fijando un número impar, para evitar el actual voto dirimente del Presidente del Tribunal.

Con respecto a lo segundo, y manteniendo el control preventivo por la vía de los requerimientos (es sano, me parece, que las minorías políticas posean este derecho), podría atenuarse la facultad, del mismo TC, de controlar preventiva y forzadamente las leyes orgánicas constitucionales que, de acuerdo a los artículos 66 inciso 2º y 93 Nº 1 de la Constitución, requieren para su aprobación de 4/7 de los diputados y senadores en ejercicio. Esto, por ejemplo, a través de la vía de reducir las materias que son de naturaleza orgánica constitucional, o bien restringir los casos en que el control preventivo obligatorio deba llevarse a cabo.

En resumen, pienso que es necesario valorar como un elemento esencial del constitucionalismo moderno la limitación del poder en su amplia extensión (también del legislativo), lo cual no excluye que la atribución de la jurisdicción constitucional pueda ser moderada. Como muchas veces sucede, las cosas no son precisamente blanco y negro. Entre mantenerlo como está y eliminarlo, hay un justo medio que evitaría que el Tribunal Constitucional chileno termine siendo parte de la crisis de confianza o representatividad que afecta fuertemente a las instituciones estatales en Chile, comenzando por el mismo Congreso Nacional.

 

Imagen TC,  por SeGeGob en wikipedia.

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